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Reflexiones sobre Alemania: Un escritor hace balance de 35 años Conferencia de 1990, publicada por Paidós (Barcelona 1999)
El escritor, invitado a hablar de sí mismo, es
decir, de su trabajo, tendría que refugiarse en una distancia irónica
que lo empequeñeciera todo para evitar el espacio temporal que ha pesado
sobre él, lo ha marcado, asentado (a pesar de sus muchos cambios de
domicilio) entre contradicciones, mantenido preso del error y convertido
en testigo. Al haber puesto esta conferencia bajo el título «Escribir
después de Auschwitz» y buscar ahora un comienzo, sé que me he impuesto
la insuficiencia. Mi tema exige demasiado. Sin embargo, se puede hacer
el intento.
Como invitado por una universidad me dirijo
especialmente a estudiantes, y por consiguiente me veo ante la atención o
la simple curiosidad de una generación que, en comparación con la mía,
se ha formado en condiciones totalmente distintas, retrocederé antes que
nada unos decenios y describiré mi situación en mayo de 1945.
Cuando contaba diecisiete años y, con otros cien
mil, vivía en un agujero en el suelo al aire libre, en un campo
estadounidense de prisioneros, sólo pensaba con astucia ansiosa, porque
me moría de hambre, en sobrevivir, pero por lo demás carecía de ideas.
Mantenido en la inopia con dogmas y convenientemente entrenado para
metas idealistas... así nos había dejado el Tercer Reich a mí y a muchos
de mi generación con sus promesas de fidelidad. «La bandera es más que
la muerte», decía una de aquellas certezas enemigas de la vida.
Tanta tontería no era sólo resultado de una
enseñanza deficiente a consecuencia de la guerra -cuando yo tenía quince
años empezó para mí, mal entendida como liberación de la escuela, mi
época de auxiliar de la Luftwaffe-, sino que era más bien una tontería
general que cubría diferencias de clase y de religión y se alimentaba de
la autosatisfacción alemana.
Sus dogmas comenzaban más o menos así: «Los
alemanes somos...». «Ser alemán significa... », y finalmente: «Un alemán
nunca... ».
Esta última frase lapidaria sobrevivió incluso a la
capitulación del Gran Imperio Alemán y adquirió la firmeza tozuda de lo
doctrinario. Porque cuando, con muchos de mi generación -no se hablará
aquí de nuestros padres y madres- me vi confrontado con los resultados
de crímenes de los que eran responsables alemanes y que, desde entonces,
se resumen en la idea de Auschwitz, me dije: nunca. Me dije y dije a
otros, y los otros se dijeron y me dijeron: Un alemán nunca haría algo
así.
Ese Nunca autoconfirmatorio se complacía incluso en
sí mismo: como algo inmutable. Porque la aplastante cantidad de fotos,
que mostraban zapatos amontonados aquí, cabellos amontonados allá y, una
y otra vez, cadáveres en montón, subtituladas con cifras inconcebibles y
nombres de lugares de sonido extraño -Treblinka, Sobibor, Auschwitz-,
sólo tenían como resultado, cada vez que el deseo estadounidense de
educarnos obligaba a los que teníamos diecisiete o dieciocho años a
contemplar aquellos documentos gráficos, una respuesta, expresada o no
pero igualmente imperturbable: los alemanes no hubieran ni han hecho
nunca, jamás, algo así.
Incluso cuando ese Jamás o ese Nunca (lo más tarde
con el proceso de Nuremberg) quedaron destruidos -el ex dirigente de las
juventudes del Reich, las Juventudes Hitlerianas, nos declaró libres de
culpa-, hicieron falta más años para que yo empezara a comprender:
nunca dejará de estar presente; nuestra vergüenza no se podrá reprimir
ni superar; la imperiosa concreción de esas fotos -los zapatos, las
gafas, los cabellos, los cadáveres- se resiste a la abstracción;
Auschwitz, aunque se rodee de explicaciones, nunca se podrá entender.
Por mucho tiempo que haya pasado desde entonces, a
pesar de todo el empeño de algunos historiadores por citar casos
comparables para atribuir subrepticiamente una importancia histórica
relativa a una fase Ramada desgraciada de la historia alemana, lo que se
suele confesar, lamentar o decir de algún modo -también en este
discurso- por una sensación de culpabilidad, lo monstruoso, referido al
nombre de Auschwitz, ha seguido siendo inconcebible precisamente porque
no es comparable, porque no puede justificarse históricamente con nada,
porque no es asequible a ninguna confesión de culpa y se ha convertido
así en punto de ruptura, de forma que resulta lógico fechar la historia
de la Humanidad y nuestro concepto de la existencia humana con
acontecimientos ocurridos antes y después de Auschwitz.
En retrospectiva, al escritor se le plantea con
tanto o mayor insistencia la pregunta: ¿Cómo fue posible, posible
siquiera y sin embargo posible, escribir después de Auschwitz? ¿Se
formuló esa pregunta sólo para cumplir el ritual de la consternación?
Las autopreguntas torturadoras de los años cincuenta y sesenta, ¿fueron
sólo ejercicios retóricos? Y: ¿puede ser importante actualmente esa
pregunta, en una época en que la literatura, si a mano viene, es puesta
en duda radicalmente por los nuevos medios de comunicación?
Pero volvamos a aquel adolescente tonto,
imperturbable. La verdad es que tan tonto, tan imperturbable no era. Al
fin y al cabo, a pesar de la brevedad de su escolarización, había habido
algunos maestros que, de forma más furtiva que abierta, demostraron
criterios estéticos y una amplia comprensión del arte. Por ejemplo
aquella maestra escultora, sujeta al servicio militar, que facilitaba a
su alumno, que dibujaba sin cesar, catálogos de exposiciones de los años
veinte. Corriendo riesgos, me espantó con la obra de KircImer,
Lembruck, Nolde y Beckmann, no sin contagiarme al mismo tiempo.
A eso me agarré. O bien fue eso lo que no me soltó.
Ante aquellas provocaciones plásticas cesaba la imperturbabilidad del
joven hitleriano; no, no cesaba, se hacía permeable en un solo lugar,
detrás del cual comenzaban a desarrollarse otras imperturbabilidades
egocéntricas: la excentricidad sorda e imprecisa, pero constantemente
aguzada, de querer ser artista.
Desde mis once años, nada pudo apartarme de ello,
ni las ideas profesionales paternas de carácter más sólido, ni la
posterior inclemencia de los tiempos: ruinas por todas partes y nada que
comer. Aquella obsesión juvenil siguió siendo vital, sobrevivió ilesa,
lo que quiere decir otra vez imperturbable, hasta el final de la guerra
y, como consecuencia, en los primeros años de la posguerra y de la
reforma monetaria que lo cambió todo en todas partes.
Y así se decidió mi profesión. Después de mi
formación como picapedrero y tallista, fui alumno de escultura, primero
en la Academia de Artes de Düsseldorf y luego en la Escuela Superior de
Artes Plásticas de Berlín. Sin embargo, esos datos autobiográficos dicen
poco, a lo sumo que el deseo de ser artista revela una admirable y
-opino posteriormente- dudosa consecuencia: no dudosa, desde luego, por
pasar tan decididamente de largo junto a los reparos de mis padres,
digna de admiración quizá porque se arriesgaba sencillamente, sin
seguridad material; pero dudosa sin embargo y en definitiva nada digna
de admiración, porque mi desarrollo artístico, que pronto me llevaría, a
través de la poesía, a la literatura, volvía a producirse
imperturbable, imperturbable también a pesar de Auschwitz.
No, no tomé inconscientemente ese camino, porque
entretanto habían quedado al fin y al cabo de manifiesto todos los
espantos; sin embargo, yo pasaba ciega y al mismo tiempo
perseverantemente, evitando Auschwitz. Después de todo, había un exceso
de orientaciones de otro tipo. Pero no eran capaces de obstaculizar o
hacer vacilar el paso. Nombres de escritores nunca oídos seducían,
tomaban posesión: Dóblin, Dos Passos, Trakl, Apollinaire. Las
exposiciones artísticas de aquellos años no eran autoescenificaciones a
la moda hechas por expositores profesionales, sino que abrían camino
hacia mundos nuevos: Henry Moore o Chagall en Düsseldorf, Picasso en
Hamburgo. Y resultaba posible viajar: en autoestop a Italia, no sólo
para ver a los etruscos, sino también cuadros sobrios y de colores
terrosos de Morandi.
Como las ruinas desaparecían cada vez más de vista,
aquélla era, aunque en torno se volviera a tejer siguiendo viejos
patrones, una época de resurgimiento y, evidentemente, también de
ilusión de que se podía crear cosas nuevas sobre los cimientos viejos.
Sin transición, me leía un libro tras otro.
Sediento de imágenes, asimilaba imágenes y sucesiones de imágenes, sin
plan, interesado sólo por el arte y sus medios. Como gato escaldado me
bastaba con estar, más por instinto que por argumentos, en contra de
Konrad Adenauer, el primer canciller federal; de la bobada de nuevo rico
del incipiente milagro económico; de la hipócrita restauración
cristiana; naturalmente en contra de Globke, secretario de Estado de
Adenauer, en contra de Gelilen, su especialista en seguridad del Estado,
y en contra de otras porquerías del gran político del Rhin.
Recuerdo las marchas de Pascua, movilizado por la
protesta contra la bomba atómica. Siempre en ellas y en contra. El
tozudo espanto del chico de diecisiete años que no quería creer se había
evaporado, dejando paso a una postura contestataria por principio.
Verdad era que, entretanto, la amplitud del genocidio resultaba palpable
en tomos de documentos; verdad que el antisemitismo aprendido se había
trocado en filosemitismo aprendido; verdad que uno se consideraba,
naturalmente y sin riesgo, antifascista; pero para reparos de principio,
dictados con rigor bíblico, reparos como: ¿puede hacerse arte después
de Auschwitz? ¿Tiene uno derecho a escribir poemas después de
Auschwitz?...
Precisamente para esos reparos muchos de mi generación, yo, no sacrificaban su tiempo.
Indudablemente, estaba aquella frase de Adorno
«...escribir un poema después de Auschwitz es una barbaridad, y eso
afecta también a la conciencia de por qué se ha hecho imposible hoy
escribir poemas», y desde 1951 estaba ahí el libro de Adorno Mínima
Moralia - Reflexiones de la vida dañada, en el que, por lo que yo sé,
por primera vez se consideraba a Auschwitz como cesura y quiebra
irreparable en la historia de la civilización; sin embargo, ese nuevo
imperativo categórico fue pronto mal comprendido como prohibición.
Porque ese severo precepto se interponía en el camino de la fe en el
futuro, deseosa de un nuevo comienzo pero a la vez como preservada de
todo daño, incómodo como todo imperativo categórico pero atractivo por
su rigor abstracto, y fácil de eludir como toda prohibición.
Antes de tomarse el tiempo de situar las agudezas
espigadas de Adorno en el entorno de sus reflexiones anteriores y
posteriores, es decir, de no entenderlas como prohibición sino como
criterio, quedaba firmemente establecido, tanto expreso como no expreso,
el rechazo. La frase condensada de Adorno, según la cual no podía
escribirse ya poesía después de Auschwitz, fue respondida de forma
igualmente condensada e inconsecuente, como si alguien hubiese convocado
al enemigo para un intercambio de golpes: se decía que tal prohibición
era una barbaridad, exigía de los hombres demasiado y era en el fondo
inhumana; al fin y al cabo la vida continuaba, por dañada que estuviera.
También mis reacciones, que se basaban en la
ignorancia, es decir, en puras oídas, consistían en el rechazo. Como me
imaginaba en plena posesión de mis talentos y, en consecuencia, me veía
como único propietario de esos talentos, quería disfrutar de ellos,
ponerlos a prueba. El mandamiento prohibición de Adorno me parecía casi
antinatural; como si alguien, atribuyéndose funciones de Dios Padre,
hubiera prohibido a los pájaros cantar.
¿Era una vez más tozudez o una imperturbabilidad ya
crónica, que después de una primera atención distraída echaba enseguida
el cerrojo? ¿No sabía por propia experiencia lo que me había espantado
y, como espanto, no quería cesar ahora? ¿Qué me impedía, aunque sólo
fuera de momento, dejar de lado mis herramientas de escultor e imponer
también a la fantasía poética, mi huésped voraz, una temporada de ayuno?
Hoy lo sospecho: mi irritación debió de ser mayor o
más persistente en el tiempo de lo que entonces podía admitir. Algo
había recibido un impulso y -aunque con resistencia- había sido
dominado; aquella libertad sentida como ilimitada, que no había sido
resultado de una conquista sino un regalo, era una libertad vigilada.
Al hojear ahora mi obra para descubrir los secretos
de aquel alumno evidentemente obsesionado sólo por el arte, encuentro
un poema escrito en aquellos años, que en su última versión de 1960 fue
publicado en el libro Triángulo de vidas , pero que en realidad hubiera debido figurar en mi primer libro, publicado con el título Las ventajas de las gallinas de viento .
Se llama «Ascetismo», es, a primera vista, un poema programático, y
pinta de gris el que para mí es, hasta hoy, el valor decisivo
fundamental.
ASCETISMO
Habla el gato ¿Y qué dice el gato? Sombrearás con
lápiz afilado las novias y la nieve, amarás las tonalidades grises y
vivirás bajo cielos nublados.
Habla el gato. ¿Y qué dice el gato? Te vestirás,
como las patatas, de arpillera con el periódico de la tarde, y usarás el
traje una y otra vez sin llevar nunca un traje nuevo.
Habla el gato. ¿Y qué dice el gato?
Borrarás la Marina, los cerezos, adormideras y
hemorragias nasales, borrarás también esa bandera y esparcirás sobre los
geranios cenizas.
Vivirás, sigue el gato diciendo, de riñones sólo,
bazo e hígado, de agrios pulmones sin aliento, de la orina de riñones
mal lavados, de bazo rancio e hígado correoso, de un puchero gris:
vivirás así.
Y en la pared, donde antes, sin pausa, el cuadro
verde rumiaba lo verde, escribirás con tu lápiz afilado ascetismo;
escribe: ascetismo. Así habla el gato: escribe ascetismo.'
Ahora bien, no les presentaría esas cinco estrofas,
para alimentar la distracción principal de los germanistas, es decir,
la interpretación, si no fuera porque creo que, mejor que otros textos,
el poema «Ascetismo» da una respuesta indirecta a la prohibición de
Adorno, ya que, como reflejo metafóricamente descrito, fija sus propias
fronteras. Porque aunque, como muchos otros, entendí mal el mandamiento
de Adorno como prohibición, su nueva tabla de la ley, que marcaba la
ruptura, era visible desde todas partes.
Todos nosotros, los poetas entonces jóvenes de los
años cincuenta -me refiero a Peter Rühmkorf, Hans Magnus Enzensberger y
también a Ingeborg Bachmann- teníamos conciencia, entre clara y confusa,
de que pertenecíamos, sin duda no como autores pero sí en el campo de
los autores, a la generación de Auschwitz, y de que, por consiguiente,
en nuestra biografía, en medio de otros datos, estaba inscrita la fecha
de la Conferencia del Wannsee; pero también sabíamos una cosa al menos, y
era que -en el mejor de los casos- el mandamiento de Adorno sólo podía
refutarse escribiendo.
¿Pero cómo? ¿Aprendiendo con quién: Brecht, Benn,
los primeros expresionistas? ¿Basándose en qué tradición y situándose
entre qué criterios? En cuanto me veo como joven talento poético junto a
los jóvenes talentos de Enzensberger y Rühmkorf, me doy cuenta de que
nuestras ventajas -y el talento no es más que una ventaja- eran lúdicas,
artísticas y enamoradas del arte hasta lo artificial, y probablemente
no se hubieran desarrollado en forma digna de mención si no se les
hubieran prescrito lastres de plomo a su debido tiempo. Uno de esos
lastres, que seguía pesando aunque se rechazara como equipaje, era el
mandamiento de Theodor W. Adorno. De sus tablas de la ley tomé prestado
mi precepto. Y ese precepto exigía la renuncia al color puro; prescribía
el gris y sus matices infinitos.
Se trataba de abjurar de las magnitudes absolutas,
del blanco o negro ideológicos, de decretar la expulsión de las
creencias y de instalarse sólo en la duda, que daba a todo, hasta al
mismo arco iris, un matiz grisáceo. Y, por añadidura, ese mandamiento
exigía una riqueza de índole nueva: había que celebrar la miserable
belleza de todos los matices reconocibles del gris con un lenguaje
dañado. Eso quería decir borrar esa bandera y esparcir cenizas sobre los
geranios. Quería decir, con un lápiz afilado, que por naturaleza
representa los valores del gris, escribir, como mandamiento mío, la
palabra ascetismo a todo lo largo de esa pared «donde antes, sin pausa,
el cuadro verde rumiaba lo verde».
Así pues, salir de la interioridad azulada. Acabar
con las metáforas de genitivo floridamente hinchadas, renunciar a los
vagos ambientes pretendidamente rilkeanos y al cuidado tono de la
literatura de cámara. Ascetismo quería decir desconfianza hacia todo
tintín-retintín, hacia esa intemporalidad poética de los místicos de la
Naturaleza que en los años cincuenta cuidaban su jardincito y -con rima o
sin rima- daban a los libros de texto escolares una interpretación no
valorativa. Ascetismo quería decir también, sin embargo, determinar
dónde estaba uno. Aquí, por ejemplo se fecha como toma de partido,
durante las disputas entonces virulentas entre Sartre y Camus, mi
decisión a favor de Sísifo, el feliz rodador de piedras.
A principios de 1953 cambié de lugar y de maestro.
No fue gran cosa: dejé Düsseldorf, la capital del incipiente milagro
económico, y llegué a Berlín con el tren interzonal.
Una mescolanza de poemas, las herramientas del picapedrero, una camisa de muda, pocos libros y discos: mi equipaje.
Berlín, aquel lugar destruido, otra vez ocupado por
ideologías, que revivía de crisis en crisis, se extendía llano entre
montañas de escombros. Plazas limpiadas en las que el viento hacía girar
continuamente bolsas de papel. Siempre polvo de ladrillo entre los
dientes. Disputas por todo. Disputa entre el arte figurativo y no
figurativo: aquí Hofer, allí Grohmann. Acá y acullá: aquí Benn, allí
Brecht. Guerra fría mediante altavoces. Y sin embargo, Berlín era en
aquellos años -a pesar de todo el griterío- un lugar donde reinaba un
silencio de muerte. El tiempo no se había dejado acelerar. La «vida
dañada» seguía siendo una realidad manifiesta, no disimulada por ninguna
oferta a bajo precio. Apenas había lugar para el trato coqueto con lo
indecible. En Berlín, mis últimos ejercicios epigonales de digitación
padecieron una goma de borrar dura: allí las cosas querían ser
nombradas.
En rápida sucesión surgieron, lejos del trípode de
modelar y del tablero de dibujo, los primeros poemas, versos
independientes que, por decirlo así, hacían sus ejercicios gimnásticos
libres y sin red. Pero también escribí diálogos, sucintas piezas en un
acto, como aquella que, más tarde, se convirtió en la pieza final de una
obra en cuatro actos con el título Tío, tío, y que empezaba así:
(En las afueras de la ciudad. Una construcción
abandonada. Bollin está de pie, entre montones de arena gruesa y
tablones de andamiaje, sobre un cubo de argamasa. Mira hacia la ciudad
en actitud de espera.
(Sprotte y Jannemann se aproximan lentamente.)
SPROTTE: -¿tío?
JANNEMANN: -¿tío, no tienes alguna cosita?
SPROTTE: -Sí, tío, dale algo.
JANNEMANN: -¿No tienes, ni siquiera unita?
SPROTTE: -¿Eh, tío?
JANNEMANN: -¿No oyes?
BOLLIN: -¡No!
SPROTTE: -Una sola, tío.
BOLLIN: -No hay nada.
SPROTTE: -Anda fíjate, a lo mejor tienes algo.
BOLLIN: -¿Qué cosa, qué cosa?
SPROTTE: -¡Cualquier cosita!
BOLLIN: -¿Pero qué cosa exactamente?
SPROTTE: -Cualquier cosita, nos da igual.
JANNEMANN: -¿No sabes lo que es una cosa?
SPROTTE: -Todos tienen.
JANNEMANN: -Tú también, seguro.
Y tres años después, en la primavera de 1956
-todavía soy alumno de escultura de Karl Hartung-, aparece con poemas y
dibujos mi primer libro, en el que hay cuartetas como ésta:
GASAG
En nuestro suburbio un sapo se sienta en el gasómetro. Inspira y espira para que podamos cocinar.
Hoy me pregunto: ¿es ése un poema,
son ésos diálogos teatrales que podían escribirse después de Auschwitz?
El mandamiento de ascetismo, ¿podía tener sólo como consecuencia esa
forma de anorexia? Entretanto yo tenía veintiocho años, pero de momento
no podía hacer nada más, ni otra cosa.
Y leía poesías y piezas en un acto como ésas en las
reuniones del Grupo 47 que, en figura de Hans Werner Richter, me invitó
regularmente a mí, el principiante, a partir del otoño de 1955. Muchos
textos que allí se leían eran más directos que los míos. Algunos se
pronunciaban inequívocamente, como en un proceso de recuperación y con
ayuda de héroes positivos, en contra del Nacionalsocialismo. Aquella
postura inequívoca despertaba mi desconfianza. ¿No parecía aquel
antifascismo recuperado un ejercicio obligatorio, acomodaticio a una
época abonada a la acomodación, hipócrita pues y francamente obsceno, en
comparación con la verdadera resistencia contra el Nacionalsocialismo,
sin duda descorazonadoramente pequeña, pero comprobable en vestigios?
Aquellas primeras experiencias con la Literatura y
su aparato me devolvieron atrás. Otra vez tenía diecisiete años. Fin de
la guerra. La capitulación incondicional. Cautiverio en agujeros del
suelo. Fotos que mostraban las montañas de gafas, zapatos y huesos. Un
obstinado no querer creer. Y más atrás: con quince, catorce, trece años
de edad. Fuegos de campamento, llamamiento a filas, disparos con
pequeños calibres. Toda clase de experiencias escolares interrumpidas
por vacaciones, mientras los verdaderos acontecimientos se expresaban en
comunicados especiales. Sin duda: rebeldía escolar.
Aburrimiento en el servicio de las Juventudes
Hitlerianas. Chistes idiotas sobre los capitostes del Partido, que
esquivaban el servicio en el frente y a los que despectivamente se
llamaba faisanes dorados»... ¿Pero resistencia? Ni rastro, ningún
vestigio, ni siquiera en fragmentos de pensamiento. Más bien admiración
por los héroes militares y una confianza persistentemente sorda que no
podía ser alterada por nada, vergonzoso hasta hoy.
¿Cómo hubiera podido llevar al papel diez años más
tarde la resistencia, atribuirme antifascismo, cuando el «escribir
después de Auschwitz» tenía como supuesto previo la vergüenza, la
vergüenza en cada hoja en blanco? Más bien se planteaba, en la
actualidad de los años cincuenta, la protesta contra las insinceras
voces surgidas, contra un floreciente arte de blanquear fachadas por
todas partes, contra la satisfecha asamblea de hombres de bien
parpadeantes: unos no habían sabido nada, ni sospechado nada y se las
daban ahora de niños seducidos por demonios, y otros habían estado
siempre en contra, si no a voz en grito, por lo menos en secreto.
Un decenio que se basaba en mentiras que todavía
hoy mantienen su cotización, pero también un decenio de decisiones
fundamentales. Rearme, tratado alemán son las palabras clave. Poco a
poco, dos Estados alemanes surgían, cada uno de ellos aplicándose para
ser el alumno modelo de uno u otro bloque, y feliz por la favorable
circunstancia de poder incluirse, tanto aquí como allá, entre las
Potencias vencedoras. Sin duda dividido, pero unido en el acuerdo de
haber escapado una vez más.
Y sin embargo había un factor perturbador que no
acababa de encajar en la imagen de aquella dualidad hostil. El 16 y el
17 de junio de 1953, los trabajadores del Berlín oriental y Leipzig, de
Halle, Bitterfeld y Magdeburgo se movilizaron.
Les perteneció la calle hasta que llegaron los
tanques soviéticos. Una huelga en la Stalinallee -el marzo anterior
había muerto Stalin- se convirtió en levantamiento, que se desarrolló
tristemente sin dirección y fue hecho exclusivamente por trabajadores.
Ni intelectuales, ni estudiantes, ni burgueses ni autoridades
eclesiásticas se unieron; sólo unos cuantos vopos, policías populares,
que posteriormente fueron pasados por las armas. Y sin embargo, aquel
levantamiento de los trabajadores alemanes, al que Albert Camus, desde
París, testimonió su respeto, fue tergiversado allí como
contrarrevolución y aquí, con palabras del mentiroso Adenauer, como
levantamiento popular, y aprovechado como día de fiesta.
Yo había sido testigo. Desde la Potsdamer Platz vi
enfrentarse a tanques y seres humanos. Un decenio más tarde, ese testigo
ocular de aquella confrontación lapidariamente total escribió; de forma
más compleja, una tragedia alemana: Los plebeyos ensayan la rebelión.
Compleja, porque por debajo están el Coriolano de Shakespeare y la reelaboración del Coriolano
por Brecht, así como el comportamiento de éste el 17 de junio. Pero
compleja también porque la realidad de la calle -aquel levantamiento de
trabajadores sin dirigentes- contradice la autenticidad de un ensayo
teatral que se ha propuesto mejorar la conciencia revolucionaria,
especialmente la de la clase trabajadora. Y por añadidura compleja, ya
que el Jefe de ese teatro en cuyo escenario se desarrolla la tragedia
nunca es ni puede ser claro. Porque aunque, hacia el final del primer
acto, se decide a escribir una carta de protesta al Primer Secretario
del Comité Central -en aquella época Walter Ulbricht-, lo contradicen
luego una actriz, llamada Volumnia, y Erwin, su principal asesor
teatral.
VOLUMNIA: (le quita el papel) ¡Para qué leer en voz
alta lo que está dicho a la chita callando! Te has expresado en tres
párrafos. Los dos primeros pretenden ser críticos y juzgan las medidas
adoptadas por el Gobierno y por el Partido como precipitadas. Y al final
sientes la necesidad de solidarizarte con todo lo que antes has
criticado. ¿Por qué no ponerse, pues, enseguida del lado de Kosanke (el
poeta del Partido)? Porque los párrafos críticos te los tacharán y sólo
darán a conocer tu adhesión, con lo que te llenarás de vergüenza para el
resto de tus días.
JEFE: Debajo del original había esta copia. ¡Bendito sea el papel-carbón!
ERWIN: Una copia así queda almacenada en archivos,
se cierra bajo llave, es incluida en los documentos póstumos no
publicados y llega a conocerse demasiado tarde.
VOLUMNIA: Y en torno a ti se formarán leyendas; en
realidad estaba en contra. O quizás a favor, realmente. Él habló de esta
manera, pero su corazón estaba, ¿dónde verdaderamente? Se te
interpretará a placer: un oportunista cínico; un idealista al uso;
pensaba sólo en el teatro; él escribió y pensó sólo para el pueblo.
¿Para qué pueblo? Defínete. O plantas cara o te adaptas. Y escribe de
manera que los que quieran tachar algo no puedan.
JEFE: Nadie se atreverá a tacharme.
VOLUMNIA: No seas niño. Yo sé que tú cuentas con cortes.
ERWIN: Aunque no suprimiera nada, el texto es pobre. ¿Eres tú verdaderamente el autor? Pobre y al mismo tiempo penoso.
JEFE: Y a tenor de las circunstancias. ¿Debo
escribir mis felicitaciones a los encomiables asesinos del pueblo? ¿O
bien mis felicitaciones a los ignorantes supervivientes de un pobre
levantamiento? ¿Y quién felicita a los muertos? Yo, sin poder pronunciar
más que unas tímidas y escasas palabras, me quedé mirando lo ocurrido.
Los albañiles, ferroviarios, soldadores y bobinadores se quedaron solos.
Las amas de casa no querían estar al margen. Incluso policías populares
se quitaron el correaje. No hay duda de que les aguarda un consejo de
guerra. Van a llenar las cárceles en nuestra zona. Pero al otro lado la
mentira va a convertirse también en algo oficial. El rostro de la
hipocresía simulará arrugas de pena. Ante mis ojos veo bajar trapos
nacionales a media asta. Estoy oyendo al coro de los oradores agotar la
palabra libertad, hasta que quede vacía de sentido. Los años irán
pasando uno detrás del otro, y después de que hayan arrancado la solemne
hoja del calendario diez, once veces, celebrarán el día diecisiete
bebiendo, como en mis tiempos se celebraba el aniversario de Sedán. En
la zona occidental veo a un pueblo harto marchándose al campo. Lo que
queda son botellas vacías, el papel de envolver los bocadillos, los
borrachos y los cadáveres; pues en los días festivos el tráfico exige un
mayor número de víctimas. Pero aquí, las cárceles, pasados once, doce
años, escupirán los restos de este levantamiento. La acusación se oirá
por todas partes y pondrán la dirección y enviarán muchos paquetes de
culpa. Nuestro paquete ha llegado ya. (Entrega el original y la copia a
LITHENER y PODULLA.) Tened la bondad de hacerme de emisarios. El
original lo mandáis a la sede del Comité Central; la copia debería ser
puesta en seguridad en casa de algún amigo, en la zona occidental.
PODULLA: Jefe, nos van a reprochar que jugamos con dos barajas.
JEFE: En tal caso responde que no podíamos hacer otro juego
Esa tragedia alemana -Los plebeyos ensayan la rebelión-,
cuando fue estrenada en enero de 1966 en el Schillertheater de Berlín,
sentó mal a la crítica del Este y del Oeste. Despachada allí como
«contrarrevolucionaria», aquí como «obra antibrechtiana», pronto
desapareció de escena.
Confirmado por la actual evolución revolucionaria, el autor hace uso de su derecho a apostar por la longevidad de sus Plebeyos.
Sin embargo, me he anticipado. Aquel testigo ocular
de veinticinco años del 17 de junio de 1953 no había llegado aún al
punto de reaccionar directamente escribiendo. Lo pasado, las pérdidas,
su origen, la vergüenza le lastraban. Y sólo tres años más tarde, cuando
me trasladé de Berlín a París, tuve -lejos de Alemania- lenguaje y
aliento para escribir en mil quinientas páginas de prosa lo que tenía
que escribir a pesar y después de Auschwitz. Movido por una temeridad
específicamente profesional, fomentada por la furia de escribir sin
interrupción, y aunque en muchas versiones, surgieron en París, y luego,
tras mi regreso a Berlín a partir de 1960, los libros El tambor de
hojalata, El gato y el ratón y Años de perro.
Ningún escritor, creo yo, puede atreverse por sí
solo a un proyecto narrativo sin ser empujado, provocado y seducido
desde fuera para entrar en esas inmensas escombreras. En Colonia, de
paso, fue Paul Schallück quien me incitó a escribir en prosa; me provocó
la demonización entonces corriente, incluso oficial, de la época del
Nacionalsocialismo -yo quería iluminar claramente, sacar a la luz el
crimen-; y, seducirme, para seguir trabajando a pesar de las recaídas,
me sedujo un amigo más difícil y apenas tratable: Paul Celan, que
comprendió antes que yo que con el primer libro y sus setecientas
treinta páginas galopantes no había acabado, sino que la profana cebolla
narrativa debía ser pelada capa a capa, y no debía tomarme vacaciones
en esa empresa. Me animó a introducir en mi mundo novelesco
pequeñoburgués personajes ficticios como Fajngold, Sigesmund Markus y
Eddi Anísel, judíos nada nobles, sino corrientes y excéntricos.
¿Por qué Paul Celan, al que hacia finales de los
años cincuenta las palabras se le volvieron cada vez más escuetas y cuyo
lenguaje y existencia desembocaron en la solución sin escape? No lo sé.
Hoy creo saber que él, el superviviente, apenas podía portar, y
finalmente no pudo soportar su supervivencia después de Auschwitz.
Debo mucho a Paul Celan: estímulo, contradicción,
el concepto de soledad, pero también la comprensión de que Auschwitz no
tiene fin. Su ayuda nunca me venía directamente, sino que se me regalaba
en frases casuales, por ejemplo paseando por un parque. Más que en El
tambor de hojalata, la asistencia e intromisión de Paul Celan influyó en
mi novela Años de perro, por ejemplo al comienzo del cuento de hadas
final, antes de concluir la segunda parte, cuando, junto a la batería
antiaérea de Kaiserhafen aparece una montaña de huesos, alimentada por
el campo de concentración de Stutthof, junto a Danzig.
Érase una vez una muchacha llamada Tula, que tenía
una frente pura infantil. Pero nada hay puro. Ni la nieve es pura.
Ninguna virgen es pura.
Inclusive el cerdo no es puro. El diablo no lo es
nunca por completo. Ningún sonido sale puro. Todo violín lo sabe. Toda
estrella lo tintinea. Todo cuchillo lo monda: tampoco la patata es pura:
tiene ojos y hay que sacárselos.
¿Y la sal? ¡La sal es pura! Qué va. Tampoco la sal
es pura. Eso sólo lo dicen los cucuruchos: sal pura. Como que se
deposita. ¿Qué es lo que se deposita con ella? Pero se lava. Nada se
purifica mediante el lavado. Y los elementos, ¿son puros? Son estériles,
pero no puros. La idea, ¿permanece pura? Aun al principio no es pura.
Jesucristo no puro. Marx Engels no puros. La ceniza no pura. La hostia
no pura. Ningún pensamiento se mantiene puro. Tampoco el arte florece
puro, y el sol tiene sus manchas. Todos los genios menstruan. Sobre el
dolor nada la risa. En el bramido más profundo está acurrucado el
silencio. En los ángulos se apoyan los compases. -¡Pero el círculo sí es
puro!
Ningún círculo cierra puro. Porque si el círculo es
puro, entonces son también puros la nieve, la virgen, los cerdos,
Jesucristo, Marx y Engels, la ceniza liviana, todos los dolores, la
risa, a la izquierda el bramido, a la derecha el silencio; los
pensamientos no son sin tacha, las hostias ya no sangran y los genios no
menstruan, todos los ángulos son ángulos puros, y compases creyentes
trazarían círculos: puros y humanos, porcinos, salados, demoníacos,
cristianos y marxistas, riendo, bramando, rumiando, callando, sagrados
redondos puros cuadrados. Y los huesos, montes blancos recientemente
amontonados, se harían puros sin las cornejas: magnificencia de las
pirámides. Pero las cornejas, que no son puras, crujían ya ayer sin
lubricar; nada es puro, ni círculo ni hueso alguno. Y los montes,
levantados para amontonar la pureza, se fundirán cocerán hervirán, para
que el jabón, puro y barato; sin embargo, ni aun el jabón lava puro.'
Con la novela Años de perro que -no sé por qué- tenía que demostrar su incómoda condición a la sombra de El tambor de hojalata
y no sólo por eso ha seguido siendo querida por su autor, mis trabajos
en prosa terminaron temporalmente. No es que estuviera agotado, pero
creí apresuradamente haberme librado de algo que ahora tenía que quedar
atrás, desde luego no liquidado, pero sin embargo terminado.
Cuando, en el pasado verano, un encargo de la
Radiodifusión de Hesse me dio oportunidad de leer en público en
Góttingen todo El tambor de hojalata, en doce veladas, se me brindó otra
vez al releer, junto al esfuerzo voluntario, el placer de mirarme por
encima del hombro como joven escritor: cómo transformaba la idea
fundamental de una obra de teatro nunca escrita en epílogo del Correo
Polaco, en el capítulo del castillo de naipes; cuándo quería ser
recordada por vez primera la expresión polvo efervescente; a qué visitas
parisienses había leído capítulos de El tambor de hojalata en su
primera versión; una y otra vez Walter Hüllerer; y lo poco que le
preocupaban los periódicos anuncios de la muerte de la novela.
Treinta años más tarde se puede decir fácilmente:
después todo fue más difícil. Aburrida de sí misma, la fama se
interponía. Las amistades se hacían quebradizas. Los críticos, siempre
preñados de expectativas, insistían en que Danzig, sólo Danzig con su
entorno llano y ondulado debía ser mi tema. En cuanto, ya fuera con la
obra teatral Los plebeyos ensayan la rebelión, ya fuera otra vez con la
narrativa -Anestesia local y Del diario de un caracol-, me ocupaba de lo
presente, incluso de una campaña electoral en la República Federal con
sus detalles provincianos, y me comprometía políticamente como
ciudadano, el juicio era automático: más le valdría quedarse con Danzig y
sus cachubos. La política, hasta ahora, sólo ha perjudicado a cualquier
autor. Eso lo sabía ya Goethe. Y otras exhortaciones pedantes.
Sin embargo, escribir después de Auschwitz no se
podía ni se puede lograr tan solícitamente. El pasado proyecta sus
sombras sobre los paisajes actuales y futuros; «Pasapresenfuturo» llamé
luego a mi concepto del tiempo, que había que ensayar en Diario de un
caracol. Estimulado por el fragmento de Heine El rabino de Bacherach,
tenía que escribir por una parte la historia de la comunidad de la
sinagoga de Danzig hasta su aniquilación, es decir, recuperar nuevamente
el pasado, y por otra parte me había puesto en marcha en el presente:
un acuerdo pesó sobre la campaña electoral de 1969, según el cual un ex
nacionalsocialista debía resultar aceptable como canciller federal de la
Gran Coalición; en un tercer nivel narrativo, tenía que buscar
materiales para un ensayo sobre el grabado en cobre «Melancolía l» de
Alberto Durero: «De la inmovilidad en el progreso». La forma de ese
diario, que se desarrollaba en los tres tiempos, vino determinada por
las preguntas de mis hijos.
-¿Y adónde te vas mañana otra vez?
-A Castrop-Rauxel.
-¿Y qué vas a hacer allá?
-Hablar hablar.
-Todavía Espedé?
-Acaba de empezar.
-¿Y qué me traerás esta vez?
-En parte a mí... ... y la cuestión de por qué el
papel pintado no es impermeable. (Lo que repite con los callos y cubre
de sebo el paladar.)
Porque a veces, hijos, mientras comemos o cuando la
televisión lanza una palabra (sobre Biafra) oigo a Franz o a Raoul
preguntar sobre los judíos: ¿Qué pasó con ellos? Os dais cuenta de que
pierdo el hilo en cuanto abrevio. No encuentro el ojo de la aguja y
empiezo a charlar; porque esto y antes lo otro, mientras que a la vez
eso, después que también eso otro...
Intento aclarar bosques de datos concretos antes de que rebroten.
Abrir agujeros en el hielo y mantenerlos abiertos.
No coser el desgarrón. No tolerar saltos con cuya ayuda pueda
abandonarse a la ligera la Historia, un terreno poblado de caracoles...
¿Cuántos eran exactamente?
-¿Y cómo pudieron contarlos? No estuvo bien daros
el resultado, el número compuesto por muchas cifras. No estuvo bien
reducir a números el mecanismo, pues el matar perfecto despierta avidez
por los detalles técnicos y hace interesarse por las averías de la
máquina.
-¿Todo salió siempre bien?
-¿Qué clase de gas emplearon?
Volúmenes ilustrados y documentos. Monumentos antifascistas edificados en estilo estaliniano.
Signos de expiación y semanas de fraternidad.
Escurridizas palabras de reconciliación. Artículos de limpieza y lírica
barata: ¿Cuándo se hizo de noche sobre Alemania ... ?
Ahora os voy a contar (mientras dura la campaña
electoral y es canciller Kissinger) cómo se llegó a ello en mi tierra,
lenta, minuciosamente y a la luz del día. Los preparativos para ese
crimen general empezaron simultáneamente en muchos lugares aunque con
distinto ritmo en cada uno; en Danzig, que antes de la guerra no
pertenecía al Reich, se retrasaron los incidentes: el tiempo de tomar
notas para más tarde...,'
En ese libro, que apareció en 1972, se encuentra,
ya que se me pide una definición de mi profesión, esta respuesta: «Un
escritor, hijos, es alguien que escribe contra el tiempo que pasa». Una
postura de escritor así aceptada presupone que el autor no se considera
despegado ni encapsulado en la intemporalidad, sino que se ve como
contemporáneo, más aún, que se expone a las vicisitudes del tiempo que
pasa, interviene y toma partido. Los peligros de tales intervenciones y
tomas de partido son conocidos: la distancia adecuada para un escritor
corre el riesgo de perderse: su lenguaje se siente tentado a vivir al
día; la estrechez de las correspondientes circunstancias actuales puede
estrecharlo también a él y estrechar su imaginación, entrenada para
correr libremente; corre el peligro de que le falte aliento.
Sin duda porque tenía conciencia de los riesgos de
mi declarada contemporaneidad, proyecté ya durante la primera redacción
del libro del diario del caracol, mientras estaba aún en campaña
electoral, al hablar -y mientras me escuchaba hablar-, como en secreto, o
a mis propias espaldas, otro libro, proyecté un libro que permitiera
devanar historias hacia atrás y enviar el lenguaje a la escuela de los
cuentos de hadas. Otra vez había que tratar la totalidad. Como si
hubiera querido reponerme del caracol y de la lentitud programática de
mi partido de caracoles, comencé, apenas aparecido el libro y saboreada
otra vez una campaña electoral hasta el primer recuento, los trabajos
preparatorios de un mamotreto narrativo: El rodaballo.
¿Tenía que ver ese libro con mi tema: «Escribir
después de Auschwitz?». Trata de la alimentación: desde las gachas de
mijo hasta las chuletas en gelatina. Habla de la abundancia y la
escasez, de las grandes comilonas y del hambre persistente. De nueve y
más cocineras se trata y de la otra verdad del cuento «El pescador y su
mujer»: de cómo el dominio del hombre quiere siempre tener más, ser
siempre más rápido, subir siempre más alto, de cómo el hombre se fija
objetivos, decide la solución final, se encuentra «al fin»; así se llama
uno de los poemas que, en El rodaballo , detienen el curso de la prosa, la resumen o la llevan por otro camino:
AL FIN
Hombres que, con expresión conocida, saben pensar a
fondo, siempre han pensado ya a fondo; hombres a quienes no fueron los
objetivos -posiblemente posibles sino el objetivo final -una sociedad
sin cuidados lo que situó la meta tras un montón de cadáveres; hombres
que, de la serie de derrotas fechadas sólo sacan una conclusión: la
humeante victoria final sobre una tierra calcinada; hombres como los
que, en una de las conferencias cotidianas, después de haber probado la
viabilidad técnica de lo más brutal, deciden la solución final, la
deciden objetiva y virilmente; hombres con visión de futuro a los que la
importancia persigue, grandes hombres exaltados a los que nadie, ningún
par de zapatillas cómodas ha podido retener.
Hombres con altas ideas a las que siguieron hechos bajos, ¿es que estamos finalmente -nos preguntamos- al fin?
Lo más tarde aquí me doy cuenta de que el tema de
mi conferencia me quiere obligar a rendir cuentas una y otra vez,
incluso cuando un relato, por ejemplo «Encuentro en Telgte», habla por
sí solo. El traslado en el tiempo del Grupo 47, aquella no-asociación
literaria a la que debo mucho, se dejaba utilizar sin problemas
lúdicamente; otra cosa pasó con un libro que debía ocuparse del descenso
de Orwell, los años ochenta: Partos mentales o los alemanes se
extinguen. Como ocurría en El rodaballo, en el capítulo «Vasco retorna»,
no es ya Europa, ni tampoco la doble Alemania ni, desde luego,
Danzig-Gdansk la medida de todas las cosas, sino la población de Asia
que crece cada vez más aprisa y vegeta en miseria creciente, y el
llamado desnivel Norte-Sur, que presionan y obligan al texto narrativo a
dar saltos utópicos. Porque, visto desde China, Indonesia y la India,
el viejo continente se encoge hasta parecer de juguete, revela por fin
que la «cuestión alemana» es de tercer orden y pone en duda, otra vez o
adicionalmente, el obstinado escribir después de Auschwitz.
¿Dónde puede desembocar aún la literatura cuando el
futuro está ya prefijado y ocupado por horrorosos balances
estadísticos? ¿Qué puede contarse aún cuando la capacidad del género
humano para aniquilarse a sí mismo y las demás formas de vida, de muchos
modos, puede demostrarse diariamente o ejercitarse en juegos de
planificación? Nada más, pero la autoaniquilación atómica, posible a
cada momento, enlaza con Auschwitz y da a la solución final dimensiones
mundiales.
Quien, como escritor, llega a esa conclusión -y,
desde el principio de los años ochenta, la reciente carrera de
armamentos la ha confirmado-
tendrá que elevar el silencio a disciplina
literaria o bien -Y yo empecé, después de tres años de abstinencia, a
trabajar otra vez en un manuscrito tratar de dar nombre también a esa
posibilidad humana, la autoaniquilación.
La ratesa , un libro en el que «soñé que
tenía que despedirme...», fue un intento de seguir narrando el
deteriorado proyecto de la Ilustración. Sin embargo, el espíritu del
siglo y, con él, la cháchara bien remunerada de un aparato cultural
autocomplaciente no se dejaron perturbar. Ferias artísticas que se
eliminan mutuamente del mercado, un teatro de director escenificado en
exceso y la gigantomanía de prebostes de Lünder de repente aficionados
al arte caracterizan a los años ochenta. La entretenida oficiosidad de
la mediocridad y sus maestros parlantes, que se expidieron un
salvoconducto de «Todo es posible», pero no permitían ya la pausa, el
osar detenerse asustado, aquella dinámica inconsciencia tropezó por vez
primera más allá de la frontera del bienestar doblemente asegurada, Y
los Pueblos de la Europa oriental y central se alzaron uno tras otro y
dieron nuevo sentido a palabras anticuadas como solidaridad y libertad.
Desde entonces ha ocurrido algo. En comparación con
ese esfuerzo, Occidente parece desnudo. El grito de allá: «¡Somos el
pueblo!» no ha encontrado aquí correspondencia. Nosotros somos ya
libres, se decía. Lo tenemos ya todo, sólo falta la unidad. Y lo que
ayer era esperanzador y dejaba entrever a Europa se convierte ya en
anhelo alemán. Otra vez debe existir «una sola Alemania».
Como he puesto mi conferencia bajo el pesado título
de «Escribir después de Auschwitz», una vez hecho balance literario
quiero, para terminar, enfrentar la ruptura, la quiebra de la
civilización que es Auschwitz, con ese deseo alemán de reunificación. En
contra de toda tendencia forzada por el estado de ánimo, mediante la
creación de un estado de ánimo, en contra del poder adquisitivo de la
economía de la Alemania occidental -con un marco alemán fuerte se puede
conseguir hasta la unidad-, sí, incluso en contra del derecho a la
autodeterminación, que corresponde indiviso a otros pueblos, en contra
de todo eso habla Auschwitz, porque uno de los requisitos para lo
monstruoso, junto a otras fuerzas motrices más antiguas, fue una
Alemania fuerte, la Alemania unificada.
Ni Prusia, ni Bavíera, ni siquiera Austria hubieran
podido, por sí solas, desarrollar y aplicar los métodos y la voluntad
del genocidio organizado; tenía que ser la gran Alemania. Tenemos todas
las razones para tener miedo de nosotros mismos como unidad capaz de
actuar. Nada, ningún sentimiento nacional por muy idílicamente que se
coloree, ninguna afirmación de buena voluntad de los que han nacido
después puede relativizar ni eliminar a la ligera esa experiencia, que,
nosotros como autores y las víctimas con nosotros, tuvimos como alemanes
unificados. No podemos pasar por alto Auschwitz. No deberíamos, por
mucho que nos atrajera, tratar de realizar ese acto de violencia, porque
Auschwitz forma parte de nosotros, es una marca a fuego permanente de
nuestra historia y - ¡como ganancia!- ha hecho posible un entendimiento
que podría expresarse así: por fin nos conocemos.
Reflexionar sobre Alemania forma parte también de
mi trabajo literario. Desde mediados de los años sesenta hasta la
persistente inquietud actual, ha dado motivo para discursos y artículos.
A menudo, esas alusiones necesariamente claras resultaban para mis
contemporáneos demasiada intromisión; como decían, demasiada injerencia
extraliteraria. Eso no me preocupa. Más bien, el balance de treinta y
cinco años resulta deficitario. Algo que todavía no se ha expresado debe
decirse. Una vieja historia quiere ser contada de una forma totalmente
distinta. Quizá basten estas líneas. Por eso mi discurso, efectivamente,
tiene que llegar a su punto final, pero al escribir después de
Auschwitz no se le puede prometer fin, a no ser que el género humano
quiera renunciar a sí mismo.
Notas
1. Poemas, Madrid, Visor, 1994. (Traducción de Miguel Sáenz.)
2. Piezas dramáticas, Barcelona, Barral, 1973. (Traducción de Juan José del Solar.)
3. Los plebeyos ensayan la rebelión , Madrid, Edicusa, 1969. (Traducción de Heleno Saña.)
4. Años de perro, México, D.F., Joaquín Mortiz, S.A., 1966. (Traducción de Carlos Gerhard.)
5. Diario de un caracol, Barcelona, Barral, 1975. (Traducción de Ángel Antón.)
6. El rodaballo, Madrid, Alfaguara, 1980. (Traducción de Miguel Sáenz.)
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